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Sociedad

A casi un año del asesinato de Fernando Báez Sosa, aparece una carta con sus sueños más íntimos

El joven solidario asesinado por rugbiers en Villa Gesell dejó una nota donde se imaginaba en el futuro. Su mamá y su papá reconstruyen sus últimas horas y piden perpetua para los culpables.

Sentada en la cama de su hijo muerto, María Graciela Sosa Osorio lee: “Creo que dentro de 10 años voy a estar haciendo lo que me gusta y disfrutando mi vida. Poder cumplir los sueños, objetivos y expectativas que tengo, darles regalos a mis padres, tratando de darles lo que me dieron. Espero ya tener una pareja, una estabilidad y comodidad económica. Amor, familia, amistades, cariño, unión, felicidad, conocimiento. Viajar, conocer y conectarme. Mi misión es conectar, amar, brillar y servir. Mis valores centrales son: amistad, independencia, placer, relaciones valiosas y el tiempo libre al servicio de las personas, la exploración de la mente, los deportes y la autoayuda”. 

Es una carta de Fernando Báez Sosa, hallada en una caja celeste de zapatillas Adidas. Allí hay 12 medallas por logros deportivos, vasos guardados como souvenirs de fiestas y cumpleaños de 15, hojas escritas, sueños adolescentes atrapados para siempre en ese cofre de cartón.

De repente, las manos de Graciela se aflojan y aparece un chupete, que se desliza, parece caer, pero Silvino Báez lo ataja. “Es el chupete del nacimiento de mi hijo. Él quiso guardarlo en su caja, junto a su muñeco del Hombre Araña, que un día tuve que coser porque Fernando lo llevó al colegio y volvió descuartizado.”

La charla es un mar de lágrimas, de Graciela, de Silvino, de la fotógrafa de la revista Viva, de cualquiera que escuche este relato desde las vísceras, este grito desgarrador de una mamá y un papá que perdieron a su único hijo.

Los retratos de Fernando se multiplican por su habitación, en su almohada, en las paredes, en la entrada, frente a los espejos, entre ramos de flores, en la remera de Silvino, en el cuadro que sostiene Graciela junto a un rosario más largo que su cintura.

Los ojos de Fernando surcan el espacio de su ausencia. Son diagonales invisibles que confluyen en un punto: las manos de su mamá y de su papá, que se aprietan, se acarician, se entrelazan, se hacen una, se sueltan, se alejan y se vuelven a aferrar, con la firmeza de quien sostiene un bastón.

Una voz que se va. Graciela tocó botones equivocados del celular y perdió los mensaje de voz de Fernando. Los busca y no los encuentra. Espera ayuda. “Seguro están”, la tranquilizan. Se fueron esas palabras y volvieron otras, en páginas sueltas, en una suerte de diario íntimo deshilachado.

Fernando hablaba de objetivos, de proyectos humanitarios, se veía en el futuro.

Sus padres acaban de enterarse en el cementerio cuáles fueron sus últimos momentos felices, salvados del olvido por Julieta Rossi, su novia.

Manos entrelazadas de Graciela y Silvino. Foto: Constanza Niscovolos.

Manos entrelazadas de Graciela y Silvino. Foto: Constanza Niscovolos.

Graciela hilvana fugacidades. Y reconstruye ese día: “Mi hijo se metió al mar. Hacía un frío tremendo, pero caminó hacia las olas y se zambulló. Julieta estaba en la orilla, el agua estaba helada y no se animó. Se sonrieron de lejos. Ellos se merecían unas vacaciones así. A la tarde, algunos amigos dudaron de ir a la fiesta, decían las madres en el grupo de WhatsApp. Pero yo pensaba que sí, que si la novia iba, él también iba a querer. Fueron y estuvieron muy felices, muy contentos. Bailaron toda la noche. Estaba por actuar un grupo y Fernando le pidió a Julieta: ‘Quedate acá con tus amigas, que ahora vuelvo’. Fue por un helado. Pero nunca regresó. Ella lo llamaba y él no contestaba. Mensaje, mensaje y nunca contestaba. Y era que le habían hecho lo que todos saben”.

Lo que todos saben: Fernando Báez Sosa, un joven de 18 años estudioso, honesto, solidario, tranquilo y amiguero, pasaba sus primeras vacaciones en Villa Gesell cuando fue a un baile a divertirse y terminó asesinado a golpes y patadas en la cabeza por una patota de jugadores de rugby, la madrugada del 18 de enero pasado.

“Y a partir de ahí se terminó nuestra felicidad. De un día para el otro, aparecieron estos asesinos inhumanos, lo mataron de una manera brutal cuando nuestro hijo no les había hecho nada. Le patearon, le reventaron la cabeza, todo el cuerpo, por todos lados”, son las palabras que acuden a Graciela, una cuidadora de ancianos que nació en Paraguay hace 54 años y nunca conoció el mar.

Tres en uno. Fernando Báez Sosa abraza a su papá Silvino y a su mamá Graciela. Foto: "Justicia por Fernando".

Tres en uno. Fernando Báez Sosa abraza a su papá Silvino y a su mamá Graciela. Foto: “Justicia por Fernando”.

“Y a partir de ese día, nuestra vida es un calvario. A Fernando no le dieron ni la más mínima oportunidad de defenderse, nada, lo mataron a traición. Por eso decimos que la única justicia posible es que los asesinos sean condenados a perpetua. Esto no puede quedar en el olvido, ni taparse porque ellos tienen dinero, por creerse superiores, porque nadie es más que nadie, todos somos iguales, todos terminamos en el mismo lugar, así que deben pagar por lo que hicieron”, acompaña Silvino, de 47 años, también inmigrante paraguayo, encargado de un edificio de la avenida Pueyrredón al 1.800 y del mantenimiento de una clínica que queda a siete cuadras.

Al desahogo, sobreviene el silencio.

El silencio se apodera del cuarto.

La mirada de Graciela cruza diagonales invisibles.

La tristeza de Silvino traspasa su barbijo.

El reportaje se queda sin preguntas.

No hacen falta.

Escenas de la vida de Fernando empiezan a brotar, a transformarse en un testimonio que Graciela y Silvino despliegan durante dos horas, en dos actos. Uno para hablar de la vida. El otro, de la muerte.

Medallas y un chupete. Aparecen en la caja de recuerdos de Fernando. Foto: Constanza Niscovolos.

Medallas y un chupete. Aparecen en la caja de recuerdos de Fernando. Foto: Constanza Niscovolos.

Infancia feliz, adolescencia esforzada

“Él tenía el burrito de la película Shrek, llamado Donkey, amaba a ese muñeco. Y yo había comprado un potro en Paraguay, de pelo castaño oscuro, sin manchas, hermoso”, relata Silvino.

“Un día de Eliminatorias para el Mundial apostamos: él a manos de la Selección Argentina y yo a manos de la Selección de Paraguay, el burrito contra mi caballo. Fernando era muy futbolero. Cada uno vio el partido en su tele y cada uno era una hinchada. ¡Cómo nos divertimos! Pero, claro, ganó Argentina 2 a 1 y el ‘dueño’ del zaino pasó a ser mi hijo. Todos los días me hacía la broma reclamándome el caballo. Al final, tuvimos que venderlo, porque era grande y en la época de celo se iba del campo y en cualquier momento no volvía más.”

El fútbol enciende recuerdos, también en Graciela. “Fernando era muy ‘boquero’, muy fanático de Boca. Miraba todos los partidos, cruzaba bromas con los vecinos por el pulmón de manzana. Hubo un gol importante una vez y rompió un vidrio en el festejo. Se contestaban con un vecino de Independiente y otro de River, siempre con respeto. Silvino intentó llevarlo a la cancha, pero siempre estaba llena y el sistema de ingreso era complicado. Hasta preguntó en su sindicato si podían ayudarlo a conseguir entradas. Pero Fernando nunca conoció la Bombonera.”

El cine también lo entusiasmaba, aporta Silvino a esta reconstrucción. “Acompañó la saga de Toy Story, de la infancia a la adolescencia. Le encantaban el sheriff y el astronauta. Chiches que cobraban vida, muy divertidos. Nosotros los llevábamos de chiquito, pero de grande tampoco se la perdió, eh. Iba con su grupo de amigos al cine de acá, el de Recoleta, frente al cementerio. Me daba gracia porque, ya grandotes, otra que pochoclo: traían un kilo de carne antes de la función, para que yo se la cortara a cuchillo o moliera con la procesadora para hacer hamburguesas caseras. Yo le preguntaba por qué iban todavía a ver películas de chicos y él me decía: ‘Porque queremos recordarlas cuando seamos viejo, papá’”, evoca Silvino, mientras su mirada se pierde en un viaje por el tiempo.

Baja de golpe la luz en el departamento del primer piso de la familia Báez Sosa. Es el atardecer de un viernes nublado. No llueve, pero una gota rebota en el tragaluz. Graciela se acomoda la remera de algodón que tiene bordados retazos de tela con las letras que componen el nombre de su hijo. Está callada, evoca momentos íntimos, los empieza a soltar con voz tenue, pero a medida que Fernando deja la niñez y empieza a hacerse joven en su memoria, el volumen se amplifica.

El rostro del dolor. El papá y la mamá de Fernando sostienen su retrato y reclaman justicia. Foto: Constanza Niscovolos.

El rostro del dolor. El papá y la mamá de Fernando sostienen su retrato y reclaman justicia. Foto: Constanza Niscovolos.

“Fernando era sonámbulo. Llegaba cansado de estudiar o de hacer tareas solidarias para el Colegio Marianista de Caballito, cenábamos y se dormía. Pero se quedaba pensando cosas y, a la madrugada, se levantaba y andaba por la casa”, revela Graciela, y Silvino intenta imitar aquellos gestos: “Caminaba por acá, así, y una vuelta agarró las llaves, como si buscara irse. Yo lo tomé suave de los brazos, con las palmas de mis manos, y lo fui acompañando despacito otra vez hasta la cama.” El ruido de ese juego de llaves es de lo que más extrañan hoy.

Se arremolinan las palabras de Graciela y de Silvino para contar la vida de Fernando. “Le gustaba mucho cocinar y su comida preferida eran las pastas.” “Nos regalaba chocolates, igual que nosotros cuando volvíamos de trabajar.” “Nos daba sorpresas hermosas, como cuando tomó la comunión y ¡no sabíamos que él iba a ser encargado de leer la Biblia en la ceremonia!” “Fue condecorado como mejor jugador de fútbol. A veces era delantero, a veces, volante central, y cuando lo ponían de dos no le gustaba. Sus equipos no ganaban nunca, pero él volvía contento igual, porque compartía el rato con amigos. Siempre llegaba agotado. Cuando lo golpeaban, yo le hacía de kinesiólogo.”

También se destacó en vóley y llegó a probarse en las juveniles del club Ferrocarril Oeste, “pero tenía que inscribirse con débito automático y nosotros no nos manejábamos con tarjeta, sino con plata en efectivo”.

Fernando “era muy sacrificado en el estudio, se preparó para una beca en un colegio privado muy bueno durante un año y medio, y quedó entre 400 postulantes. Se hizo amigo de sus compañeros, tutor de los más chiquitos y hasta director de una obra de teatro contra la discriminación”, dice Graciela, orgullosa.

El sábado era el momento en que los tres coincidían en el descanso y la mesa compartida. “Hasta que apareció Julieta en su vida y ahí empezamos a ser cuatro. Se llevaban muy bien, ella es muy amorosa, de una familia buena, siempre con una sonrisa en los labios.”

Por las redes sociales, Julieta pide justicia, convoca a las marchas por castigo para los culpables, está atenta a las novedades judiciales, sube videos alegres del pasado y fotos de Fernando levantando paredes, como su padre Silvino, albañil y constructor.

Julieta Rossi, la novia de Fernando Báez Sosa, en el acto por justicia de hace un año. Foto: Juano Tesone.

Julieta Rossi, la novia de Fernando Báez Sosa, en el acto por justicia de hace un año. Foto: Juano Tesone.

Pero cuando se queda sola, todavía hoy, llama al celular de su novio y le deja mensajes de amor.

“De repente, el teléfono se mueve. Sé que es Julieta. No está Fernando para atender. Yo tampoco quiero escuchar esos mensajes. Es una comunicación de ellos dos”, cuenta Graciela, mientras mira el dispositivo, ahora quieto en la mesita de luz.

Cuando Julieta se siente sola, llama al celular de Fernando y le deja mensajes de amor.

Días antes de partir a Villa Gesell, Fernando desarmó el arbolito de Navidad. A sus pies, había sacado a bailar a su mamá y a su papá, los tres abrazados, juntitos, por última vez.

Con los ahorros de su trabajo, Graciela le compró dos boxers, le preparó la ropa y le puso unos pesos en una caja de ibuprofeno. Fernando había aprobado las materias del Ciclo Básico Común y se merecía esas vacaciones.

Vida truncada

Dos trompadas, Fernando cae a la vereda del boliche Le Brique, no reacciona, no puede defenderse. Jugadores de rugby golpean y golpean con toda su fuerza a un joven caído en el piso. Cuatro le pegan, otros cuatro se envalentonan con los que quieren asistirlo. La violencia de la patota es filmada desde distintos celulares. Una patada en la cabeza deja a Fernando inmóvil.

Julieta lo llama y lo llama, mensaje y mensaje, pero Fernando no responde. Sale del boliche. Quiere acompañarlo en la ambulancia, no la dejan. Toma un taxi, le pierde el rastro. Son más de las cuatro de la mañana del 18 de enero de 2020.

Graciela y Silvino duermen. En un par de horas, Graciela tiene que ir a cuidar a una abuela. Se despierta. Una señora la estremece: “Fernando sufrió un accidente, ¿no te avisaron?”. Empieza a temblar, le dice a Silvino: “Preparate rápido que nos vamos”.

Suena otra vez el celular, el comisario, Silvino toma el teléfono, contesta preguntas de chequeo de identidad, escucha, corta. Está demacrado. “Mataron a Fernando”, exclama desesperado. Graciela entra en shock, se va encima de su marido, sin querer le pega: “Decime que no es verdad”. Era verdad. Sí, lo que todos saben.

El grabador de la entrevista recoge un largo silencio. Y un murmullo desgarrado: “Ese día se fue nuestra alegría. Quedamos para siempre sin rumbo”.

Hora de justicia

Silvino se cuida del coronavirus. Tiene que evitar contagiarse, porque recibió un trasplante de riñón y es de riesgo. Pasó un año y medio en diálisis, sostenido por el buen humor y la compañía de Fernando. Graciela también toma recaudos, porque asiste a personas mayores. Llevan 23 años juntos, buscaron tener más hijos pero no pudieron y ahora están más pendientes que nunca uno del otro.

“Acá no es que mataron a Fernando nomás, nos mataron a nosotros también. Nosotros no tenemos vida, perdimos la libertad. Antes ella podía ir a ver a su familia a Paraguay o yo ir a trabajar a alguna construcción afuera, porque siempre alguien se quedaba con Fernando. Pero ahora voy a trabajar a siete cuadras y quedo preocupado, porque mi mujer no se encuentra bien. Te voy a decir la verdad, a veces mi cabeza no está bien, me cuesta hasta cruzar la calle, porque me distraigo y no sé si el semáforo está en verde o en rojo. Estoy pensando en otra cosa, mi mundo está en otro lado”, describe Silvino.

La pandemia frenó el ímpetu inicial que tenían las marchas en reclamo de juicio y castigo a los rugbiers que mataron a Fernando, pero la Justicia siguió trabajando.

En noviembre, la fiscal Verónica Zamboni cerró la investigación preliminar y pidió la elevación a juicio de los ocho jóvenes que están detenidos desde el día fatal, acusados de “homicidio doblemente agravado por alevosía y por el concurso premeditado de dos o más personas”.

Son Máximo Thomsen (de 20 años), Ciro Pertossi (20), Luciano Pertossi (19), Enzo Comelli (20); Matías Benicelli (21), Blas Cinalli (19), Lucas Pertossi (21) y Ayrton Viollaz (21). Podrán defenderse y presentar sus argumentos. Y el proceso podría afectar a otros dos jóvenes señalados. Ninguno, hasta aquí, ha expresado arrepentimiento.

Graciela dice hasta pronto y avisa que las fuerzas que le quedan son para luchar. Sabe que este año será duro.

La distancia social se quiebra un instante, para un abrazo de despedida.

‑¿Tenés hijos vos?- susurra.

-Sí, uno, de la edad de Fernando- le responden.

-Cuidalo mucho, por favor.

Y Silvino, el portero, nos acompaña hasta abajo.

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