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Internacional

Ana María Wahrenberg: huyó del nazismo de niña y se reencontró con su mejor amiga 82 años después

En 1939 se refugió en Chile, y Betty Grebenschikoff escapó de Berlín a China. Se reencontraron a los 91.

A los ocho años, Ana María Wahrenberg no tenía permitido subirse a una hamaca o sentarse en el banco de la plaza. No podía caminar por las veredas, debía ir por las calles de tierra, y los vecinos tenían prohibido dirigirle la palabra. Si lo hacían, llegaba el castigo. Ana María también había sido expulsada de la escuela. Ser una niña judía en la Alemania nazi de 1938, en los albores de la Segunda Guerra Mundial, era sinónimo de no tener derecho a una vida digna y, en muchos casos, ni siquiera a una vida a secas. Ese año, durante la Noche de los Cristales Rotos, su papá fue detenido y llevado a un campo de concentración, y ella lo miró alejarse con la certeza de que no volvería a verlo.

Hoy, a los 91 años, Ana María Wahrenberg es una de las pocas personas que sobrevivió al Holocausto y puede dar testimonio en español. Vive en un departamento en Santiago de Chile, ciudad que primero fue un refugio y luego se convertiría en su hogar.

“Nunca supe lo que era tener un abuelo, un tío o un primo, los mataron a todos”, cuenta, y enseguida aclara que no quiere compartir sus recuerdos con rencor, sino como una forma de mostrar que el mundo puede ser un lugar mejor: “Tuve la suerte de salir, de formar una nueva familia y de ser feliz. Con amor y puentes se llega más lejos que con odio y muros”. 82 años después de dejar Alemania la vida aún le guardaba sorpresas y oportunidades.

—Sé que mi historia no es tan dura, que no escapé de Auschwitz y que otras personas han sobrevivido a campos de exterminio. Pero esto es verdad, no es un cuento. Es necesario compartirlo para que las nuevas generaciones conozcan los horrores de la guerra —insiste. Y comienza su relato.

El diario que Ana María Wahrenberg llevaba en su infancia

El diario que Ana María Wahrenberg llevaba en su infancia

“Nos vamos los tres a otro país o nos morimos los tres juntos”

Gritos, es lo que recuerda Ana María de la noche del 9 de noviembre de 1938, la noche en la que detuvieron a su padre, Hans. De la calle sólo llegaban gritos y más gritos. De pronto lo que escuchó fue el timbre de la puerta: eran los soldados de las SS. “Mi papá había peleado en la Primera Guerra Mundial, tenía la cruz de mérito, y su hermano Fritz había muerto defendiendo a Alemania. Reclamó que era un error y pidió llamar a un subalterno de la guerra del ’14 para probarlo, pero los soldados le dijeron que cumplían órdenes”. Y se lo llevaron. Frieda, la madre, atinó a llamar a sus amigos para que se escondieran antes de que los buscaran también a ellos. Afuera, más de mil sinagogas eran incendiadas y unos siete mil locales con dueños judíos eran destruidos.

La Noche de los Cristales Rotos -o Kristallnacht– fue la antesala a las vejaciones que sufriría la población judía en los años siguientes. Si desde la llegada de Adolf Hitler al poder, en 1933, los judíos habían sido progresivamente despojados de sus derechos, ese 9 de noviembre marcó un punto de inflexión al que siguieron el terror y la aniquilación. Unas 91 personas fueron asesinadas y, otras 30.000 detenidas y deportadas a los campos de concentración de Buchenwald, Dachau y Sachsenhausen.

Para salir del campo de concentración, Hans, el padre de Ana María, mostró una visa que aseguraba que él y su familia dejarían el país.

En la mañana del 10 de noviembre, los cristales rotos esparcidos por la ciudad atestiguaban lo sucedido. Pronto, los judíos ya no serían tratados ni como ciudadanos ni como seres humanos: se les prohibiría la entrada a los comercios, se boicotearían sus negocios y se les privaría de cuestiones cotidianas como ir al cine o manejar un auto. También se les confiscarían bienes y se ordenaría que los y las niñas judías fueran a escuelas especiales para no mezclarse con el resto de la población. Todo mientras se configuraban los guetos y los campos de la muerte y muchas familias habían empezado a emigrar.

—Mi papá fue enviado al campo de Sachsenhausen, que por suerte no era un campo de exterminio.

Casi un mes después, regresó.

—Para salir del campo de concentración era necesaria una visa que demostrara que uno abandonaría el país. Pero era muy difícil de conseguir, había que tener mucha plata o una profesión que les interesara. Mi mamá la obtuvo por un amigo de mi papá que vivía en Inglaterra y dio un aval por él. Cuando mi papá volvió a casa tenía la cara demacrada y la ropa le quedaba grande, estaba flaco, sucio y herido en la mano. Mi mamá me mandó a la casa del vecino para que no lo viera, pero me escapé porque quería recibirlo. Fue muy duro encontrarlo así.

“Nos vamos los tres a otro país o nos morimos los tres juntos”, recuerda Ana María que dijo su padre ese día. La visa de Inglaterra había servido para salir del campo de concentración, pero ahora necesitaban una los tres para poder escapar de Alemania. En aquel momento muy pocos países sostenían una política de puertas abiertas con la comunidad judía, lo que dificultaba la partida.

Finalmente, Hans consiguió los tres permisos para viajar a Haití. Primero fueron de Berlín a Génova, Italia, desde donde saldría su barco. Casi sin plata -los nazis se la habían quitado-, se despidieron de la abuela paterna, Vally, con la esperanza de que ni bien llegaran a destino harían lo posible para sumarla. En aquellos últimos días de escuela, Ana María le contó a su mejor amiga, Ilse, los planes para marcharse. Ilse también dejaba el país. Su familia había conseguido una vía para viajar a Shanghai.

Los Wahrenberg nunca más volvieron a ver a la abuela Vally ni al resto de su familia: todos terminaron en campos de exterminio y forman parte de las seis millones de víctimas judías del Holocausto. Ana María tampoco volvió a ver a su amiga Ilse. Prometieron escribirse y se pasaron las direcciones, pero hubo un cambio de planes en el rumbo de los Wahrenberg. Y las cartas nunca llegaron.

Wally Wahrenberg, abuela de Ana María Wahrenberg

Wally Wahrenberg, abuela de Ana María Wahrenberg

De Europa a Sudamérica

Era ya 1939 cuando la familia pudo dejar Alemania. El barco Conte Grande partió de Génova hacia un puerto de Centroamérica, desde donde llegarían a Haití. Pero en el Canal de Panamá cambiaron de planes, entusiasmados por un buque que seguía camino hacia el sur. Mucha gente optaba por continuar hacia la Argentina o Chile, países neutrales en la guerra y que, además, contaban una importante comunidad judía dispuesta a recibir a los refugiados. Hoy se calcula que unos 45 mil judíos llegaron a la Argentina, mientras que otros 10 mil fueron a Chile.

La posibilidad de alcanzar un lugar tan lejano de Alemania tentó a la familia. Frieda, además, conocía a una amiga de su infancia que vivía allí. Tomaron las valijas y subieron al mítico Copiapó, el barco chileno que había salido del puerto alemán de Hamburgo con cien judíos escondidos y logrado burlar los controles nazis. Había lugar para tres más. Cruzaron de océano y descendieron hasta llegar al puerto de Valparaíso. Los Wahrenberg no sabían el idioma, claro, y no tenían dinero ni lugar a dónde alojarse. Pero en cuanto pusieron un pie en tierra supieron que estaban a salvo: “Chile se convirtió en nuestra patria”.

Primero se instalaron en una pieza del departamento de la amiga de Frieda, cerca del Cerro Santa Lucía, en el centro de Santiago de Chile. A los pocos días, Ana María -ya con nueve años- acompañó a su mamá a unos trámites en el Departamento de Extranjería, vecino a la Plaza de Armas y el Palacio de La Moneda.

“Muchas veces me preguntan si extraño Alemania. Cómo voy a extrañar Alemania si no podía ni ir a una hamaca”.

—Cuando pasamos por La Moneda mi mamá me enseñó que ahí vivía el Presidente. Yo me asusté muchísimo porque caminábamos por la vereda y empecé a tironear del brazo a mi mamá para que bajáramos a la calle. Ella me explicó que ahí podíamos, que éramos libres.

La caminata es uno de los recuerdos iniciales que Ana María tiene de Chile. Y su primera sensación: perder el miedo. El segundo se dibuja en una plaza, con la oportunidad de subirse a una hamaca, correr y hacer amigos sin que ningún padre ni madre apartara a sus hijos. A doce mil kilómetros de Berlín, Ana María volvía a ser una niña.

– Muchas veces me preguntan si extraño Alemania. Cómo voy a extrañar Alemania si no podía ni ir a una hamaca.

Ana María aprendió español en la escuela y no tardó en integrarse. La directora le permitía asistir sin uniforme porque sus papás no tenían el dinero para comprarlo. Hans y Frieda pronto consiguieron trabajo, a pesar de las carencias en el idioma. Frieda como rellenadora de botellas en un laboratorio, y luego como cajera en una carnicería, donde le permitían llevarse algo de comida. Hans, en los negocios de telas. Tiempo después pondrían un carrito frente a un colegio para vender los clásicos sandwiches completos chilenos. Con ese carrito como recurso de vida recorrieron diferentes ciudades, como la balnearia Cartagena, en la región de Valparaíso.

Carrito con el que vendía sandwiches el papá de Ana María Wahrenberg

Carrito con el que vendía sandwiches el papá de Ana María Wahrenberg

En su casa, Hans y Frieda comentaban las noticias que llegaban desde Alemania. La familia había empezado a juntar dinero y esperaba poder traer a la abuela Vally, la Omi. Confiaban en que los nazis no se animarían a tocar a una señora mayor. Se equivocaron.

En la última carta que la Omi envió a Ana María, le decía: “No sé si alguna vez en la vida podré volver a escribirte o verte, a pesar de que no hay nada que anhele más. He envejecido mucho, he pasado por tanto que físicamente no me reconocerías. Cómo me veré si alguna vez vuelvo a verte. No sé dónde me lleva el destino. Nos erradican de nuestra patria. Nadie sabe para dónde nos llevan, dicen que a un asilo. Qué amargura si no los puedo ver nunca más. Escribir no me dejarán hasta que termine esta espantosa guerra. En el reencuentro, tendré mucho para contar. Ojalá sea pronto. Hasta entonces sigues siendo mi nietecita amorosa y tierna y no olvides a tu Omi”.

Más tarde sabrían que Vally había sido llevada a Theresienstadt, un campo de concentración en la hoy República Checa. Con sus 75 años, lo más probable es que la asesinaran a los pocos días. “Si es que no murió antes de llegar”, lamenta Ana María.

Lo que pasó en los años de la guerra

—Mi narración no forma parte de ningún libro de Historia, pero sí es un relato sobre el camino que me tocó recorrer durante parte de mi vida.

Es principios de mayo de 2021, y Ana María comparte una videoconferencia organizada por el Museo Interactivo Judío de Chile para estudiantes de escuela secundaria. Acomoda la cámara y prueba el micrófono. A las tres en punto de la tarde las organizadoras empiezan a aceptar a los asistentes para que ingresen al Zoom. “Eres una celebridad Ana María, todos quieren escucharte”, bromean mientras ella espera que los alumnos terminen de sumarse. En segundos hay más de 140 conectados.

Ana María saluda y dice: “Este es un extracto pequeñísimo, que corresponde a mi niñez, de todo lo que pasó en los años terribles de la guerra”. Y cuenta cómo fueron esos días en Alemania, el miedo que sintió de que su papá nunca volviera del campo de concentración y el alivio cuando llegó a Chile. Lee un fragmento de la carta de su Omi, que ella misma tradujo, y responde a las preguntas de los estudiantes.

– ¿Le costó aprender el castellano?

– Aprendí rápido, a mis papás les fue más difícil.

– ¿Las películas son fieles a lo que sucedía en esos momentos?

– Bueno, le ponen un poco de color, por supuesto.

– ¿Te sentís identificada con figuras como Ana Frank?

– Sí, teníamos la misma edad.

Son tantas que Ana María no llega a contestarlas. Además de los adolescentes; los padres y madres siguen la charla detrás de las pantallas. Con sus ojos claros y su sonrisa de abuela, Ana María conquista a su público.

—Qué valiente, gracias por compartir tu relato —cierra una asistente.

Desde hace cuatro años Ana María forma parte del Museo Interactivo Judío de Chile (MIJ) y hay lista de espera para contar con ella en las escuelas, aunque sea de manera virtual.

– La conocí cuando se presentó en el museo diciendo que quería dar su testimonio a los estudiantes que nos visitan. En Chile hay pocos y cada vez menos sobrevivientes del Holocausto, así que le dimos la oportunidad y ahora es nuestra voluntaria número uno -dice la directora del MIJ, Michelle Reich-. Admiro a Ana María no sólo por ser una sobreviviente, sino por la forma en que ella se empoderó de un rol de vocera del amor. Cuando dice: “Construyamos puentes y no muros”, lo dice con completa convicción y ese mensaje es hoy su misión de vida.

Compartir su historia, sin embargo, no siempre fue sencillo. Tras terminar la escuela, Ana María estudió corte y confección y trabajó en una librería alemana. Más tarde se casó y se dedicó a formar una familia. Una gran familia: dos hijos, seis nietos y diez bisnietos. Volvió a Alemania por un tiempo durante la presidencia de Salvador Allende y la dictadura de Augusto Pinochet, y más tarde regresó al que ya era su verdadero país, Chile.

Ella avanzaba y pocas veces miraba hacía atrás.

Fue recién cuando su marido enfermó gravemente que Ana María se animó a hablar. Si bien todos en su casa sabían que había escapado del Holocausto, tardó mucho tiempo en compartir los detalles. Reveló su pasado un poco para calmar la angustia mientras su marido estaba grave, otro poco como una forma de desahogarse. Cada vez q”ue lo contaba, despertaba muchísimo interés. Entonces decidió escribir un libro, “El ave fénix: historia de una sobreviviente”, y sumarse al Museo Interactivo Judío.

– La primera vez que la escuché fue hace poco. Antes no hablábamos mucho del tema —cuenta Valentina Herrman, nieta de Ana María. Con 27 años Valentina es diseñadora y vive en Santiago. Hace unos años viajó a Berlín para conocer las mismas calles en las que se crió su abuela. Hoy confiesa sentir admiración por ella-. Era algo confuso, sabía que era una sobreviviente pero no entendía bien cómo ni qué había pasado. Sí, conocía que su familia había muerto allá y que sólo se habían salvado ella y sus papás. Pero tampoco estaba segura si quería que le preguntáramos o no. A partir de que se animó a contar al mundo, nosotros también pudimos saber más. No es fácil hacerlo, por eso me da orgullo que lo haga.

Su testimonio se extendió por Chile y otros lugares del continente, incluida la Argentina, a través de la Red Latinoamericana para la Enseñanza de la Shoá (Red LAES). Llegó incluso más lejos, hasta Estados Unidos, donde un día una investigadora de la USC Shoah Foundation, recopilando videos de sobrevivientes, retuvo su nombre y lo vinculó con el testimonio de otra mujer, una alemana de su misma edad. “Ella era mi amiga”, decía Betty Grebenschikoff, la otra mujer, en ese video. “Nunca supe qué le pasó”.

La gran sorpresa de una vida, 82 años más tarde

La USC Shoah Foundation es una organización sin fines de lucro creada por el cineasta Steven Spielberg en 1994, con la tarea de conservar los testimonios de los y las sobrevivientes del Holocausto. A través de una alianza con el Museo Interactivo Judío de Chile, Ana María Wahrenberg les prestó su recuerdo. Cuando describió la escena de la despedida de su mejor amiga, Ilse, antes de que ambas dejaran Berlín, la archivista Ita Gordon intentó hacer memoria. No era la primera vez que escuchaba esa historia. Pensó que podría encontrar a Ilse. Revisó las más de 55 mil piezas audiovisuales que componen el colosal archivo de la Fundación hasta que dio con un video que había sido grabado 20 años antes, en el que una mujer llamada Betty Grebenschikoff mencionaba a Annemarie Wahrenberg.

Ana María Wahrenberg con el staff del Museo Interactivo Judio de Chile

Ana María Wahrenberg con el staff del Museo Interactivo Judio de Chile

– ¿Puedo contarlo aquí? Su nombre es Annemarie Wahrenberg. Nunca supe que pasó con ella, y me pregunto si algún día escuchará esto. Ella era mi amiga, fuimos al colegio y jugábamos juntas desde muy pequeñas. En 1939 nos tuvimos que despedir: mi familia se iba a China. Fue muy difícil porque éramos mejores amigas. Se suponía que nos escribiríamos pero nunca lo hicimos y no volví a escuchar de ella. No sé qué le pasó… Quizás murió en la guerra… no estoy segura.

Cuando se lo comentaron a Ana María, permaneció escéptica. No conocía a ninguna Betty, ni le sonaba el apellido Grebenschikoff. Muchas veces había buscado sin suerte en internet y en las redes sociales a Ilse, y no sabía qué había sido de ella. Recordaba, sí, que al igual que Betty, Ilse había viajado a Shanghai con su familia. Al no exigirles visado, la provincia china había recibido a más de 20.000 refugiados judíos entre 1933 y 1941. Sin embargo, en 1941, Japón -aliado de Alemania en la Segunda Guerra Mundial- ocupó Shanghai y con el aval de Hitler armó un gueto judío en Tilanqiao. ¿Cómo saber si Ilse había estado allí con su familia o si se habría marchado? ¿Dónde estaría ahora?

Un día, Betty recibió una llamada desde la USC Shoah Foundation: “Ana María está viva”, le decía Ita Gordon. Lo mismo le contaron a Ana María, esta vez con pruebas para que lo creyera

Cuando Ilse Kohn y su familia huyeron de Alemania hacia China, los Wahrenberg acababan de conseguir la visa para Haití. Ilse y Ana María se despidieron en mayo de 1939 debajo de un gran árbol que había en el patio de la escuela. Al llegar a Shanghai, la familia de Ilse se integró a la inmensa comunidad judía de la ciudad, y empezaron de cero. Dos años después fueron recluidos en el gueto. Pero, a diferencia de lo que sucedía en Europa, no era la antesala para los campos de concentración o de exterminio. Sobrevivieron.

Tras vivir once años en el país asiático, en 1950 y luego de la creación de la República Popular China de Mao Tse-Tung, Ilse viajó a Australia y finalmente -en 1953- pisó tierra estadounidense. Se casó con un inmigrante ruso, cambió su apellido y también modificó su nombre de pila por uno más fácil de pronunciar: Betty Grebenschikoff.

Un día, Betty recibió una llamada desde la USC Shoah Foundation: “Ana María está viva”, le decía Ita Gordon. Lo mismo le contaron a Ana María, esta vez con pruebas para que lo creyera. Betty la había buscado muchas veces en los registros del Holocausto y en entrevistas, y la mencionaba siempre que podía con la esperanza de que algún día la encontrara. Como su amiga, ella tiene 91 años y es voluntaria de un espacio de la memoria, en este caso, el Florida Holocaust Museum. También formó una gran familia: cinco hijos, siete nietos y seis bisnietos.

Desde el Florida Holocaust Museum, el Museo Interactivo Judío de Chile y la USC Shoah Foundation empezaron entonces a imaginar el esperado reencuentro entre las amigas. En noviembre de 2020 tuvo lugar la reunión privada por Zoom.

—Estábamos todos los familiares e integrantes de los museos escondidos, sin cámaras y sin micrófonos, y alguien las presentó en alemán. Dejamos que charlaran solas, no preparamos nada. Los primeros minutos fueron de incredulidad. Las dos hablaban al mismo tiempo diciendo que no podían creerlo, que era un milagro —describe Michelle Reich, testigo de ese momento en representación del MIJ de Chile.

Conversaron en alemán sobre sus recuerdos de la niñez, de los profesores que habían tenido y de sus clases de ballet, en las que ninguna de las dos lograba sobresalir y sus madres se reían de sus intentos frustrados: “Éramos pésimas”. La charla duró más de una hora e hicieron un brindis de cierre, invitando a que las familias prendieran sus cámaras.

El reencuentro virtual de Ana María Wahrenberg con su amiga Betty

El reencuentro virtual de Ana María Wahrenberg con su amiga Betty

-¿Te acuerdas, Ana María, de que siempre te hacía caso y te seguía a todos lados?

-¿Y de la señorita Emmanuelle que siempre nos retaba porque hablábamos en clase?

En abril pasado, hicieron un nuevo encuentro, esta vez público, que fue transmitido a todo el continente por la Red LAES. En la Argentina el evento fue presentado por el Museo del Holocausto de Buenos Aires.

-Tuve un regalo muy grande. Ahora hablamos todos los domingos por teléfono. Tenemos mucho para ponernos al día, cuenta Ana María.

Ana María Wahrenberg en la actualidad.

Ana María Wahrenberg en la actualidad.

Hace 82 años fueron forzadas a separarse. Hoy sienten una conexión tan fuerte como si ayer se hubiesen visto por última vez bajo el árbol de la escuela. Hasta pusieron fecha para darse el abrazo esperado, siempre y cuando la pandemia lo permita. Ana María casi lo grita: “Tengo pasajes para vernos este 7 de septiembre en Miami para Rosh Hashaná”.

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