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Bosques en llamas: ¿de acá saldrá la próxima pandemia?

Expertos aseguran que la destrucción de hábitats naturales hace que las enfermedades zoonoticas, como el Covid-19, se hayan cuadruplicado en 50 años.

Cielos rojo sangre; animales silvestres calcinados; árboles centenarios muertos de pie y convertidos en ceniza; humo, humo por todos lados, humo obstaculizando nuestra visión, humo invadiendo nuestros pulmones. No son escenas del apocalipsis. Es San Francisco (Estados Unidos), es el Pantanal (Brasil), es el Delta del Paraná (Argentina), es nuestra casa. Nos estamos quemando vivos. Y vamos por más: porque con cada hectárea de bosque o humedal que arrasamos, con cada árbol que talamos, con cada especie que exponemos al peligro de la extinción, la probabilidad de que generemos –sí: generemos– una nueva pandemia como el Covid-19 crece.

Unos años atrás, ante los empresarios y jefes de Estado más poderosos del mundo, la entonces desconocida Greta Thunberg –quien, a partir de ese momento, movilizó a millones de jóvenes a la acción climática– dijo:

“Los adultos siguen diciendo: ‘Demos esperanza a los jóvenes, se las debemos’. Pero, yo no quiero su esperanza, no quiero que estén esperanzados. Quiero que entren en pánico, que sientan el miedo que yo siento cada día. Y, después, quiero que actúen como lo harían en una crisis. Quiero que actúen como si la casa estuviera en llamas, porque lo está”.

Hoy, más que nunca, estamos sintiendo las llamas en nuestra piel, en el aire que respiramos, en el encierro al que nos obliga el Covid-19, en todo lo que estamos perdiendo. ¿Estamos sintiendo el pánico? Y, si es así, ¿por qué seguimos alimentando las llamas?

Bomberos combaten cuatro focos activos de incendios forestales en las sierras de Córdoba. Foto: La Voz del Interior.

Bomberos combaten cuatro focos activos de incendios forestales en las sierras de Córdoba. Foto: La Voz del Interior.

El hombre y sus zoonosis

No es la primera vez que nos vemos arrinconados por una enfermedad. La historia de la humanidad está atravesada de situaciones similares: ejemplos son la peste negra o bubónica, que provocó más de 75 millones de muertes en Europa en muy poco tiempo durante el siglo XVI; y la gripe española, que redujo la población mundial en entre un 3 y un 6 por ciento de 1918 a 1920.

Lo que sí está cambiando es la recurrencia con que estas enfermedades, zoonóticas en su origen (es decir, son virus que se transmiten de animales a humanos) emergen.

Diversos investigadores sugieren que estas, incluso, se han cuadruplicado en los últimos 50 años. Y el surgimiento de cuatro –SARS, gripe aviar (H5N1), gripe porcina (H1N1) y Covid-19– en este joven siglo XXI parece confirmarlo. En todos los casos, se trató de virus exclusivos de poblaciones animales que mutaron, invadieron un organismo humano y luego se propagaron como patógenos nuevos en la población mundial.

Si entras a un bosque y sacudes los árboles, literal y figurativamente, los virus caen. Y lo hacen sobre sus huéspedes. Necesitan un nuevo huésped y nosotros estamos ahí, disponibles. Somos su oportunidad.

David Quammen, divulgador científico

Hoy, estos saltos zoonóticos se están dando con más facilidad que antaño. ¿Qué cambió? No el virus, que seguramente existe desde mucho antes que nosotros; tampoco el animal que oficia de transmisor, sea este un murciélago, un pangolín o un chancho. Lo que cambió fue nuestra globalización, lo que recrudeció fue la escala de nuestra intervención sobre los entornos naturales.

En las últimas décadas, hemos convertido millones de hectáreas de bosques a nivel mundial en espacios de producción agrícola-ganadera intensiva; hemos atiborrado de antibióticos al ganado, esa carne que tan vorazmente consumimos, al punto de volvernos nosotros mismos inmunes a esos medicamentos; hemos destruido y fragmentado ecosistemas milenarios, obligando a las especies a coexistir en ambientes artificiales y unas sobre otras en superficies imposibles; hemos sacado vida silvestre de su hábitat para venderla cual si fuese un commodity (negocio que mueve entre 8.000 y 20.000 millones de euros al año, y que podría equipararse a la venta ilegal de armas o al narcotráfico).

Al hacer todo esto, explica el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma), también se destruyen “zonas de amortiguamiento naturales, que normalmente separan a los humanos de la vida silvestre”, y se crean “puentes para que los patógenos pasen de los animales a las personas”.

Es decir, quebramos las barreras naturales que existen entre nosotros y virus que nos son desconocidos. Nos exponemos a ellos, nos hacemos más vulnerables a nuevas enfermedades.

“Los humanos somos tan abundantes y tan disruptivos en este planeta… Estamos talando bosques tropicales y construyendo campos de trabajo. Estamos comiendo y transportando fauna silvestre alrededor del mundo. Estamos criando mucho ganado doméstico que se expone a los virus a través de la fauna silvestre”, explicaba meses atrás el divulgador científico David Quammen, quien en 2012 publicó un libro profético: Spillover: Animal Infections And The Next Human Pandemic (Desborde: infecciones animales y la próxima pandemia humana).

“Si entras a un bosque y sacudes los árboles, literal y figurativamente, los virus caen. Y lo hacen sobre sus huéspedes. Necesitan un nuevo huésped y nosotros estamos ahí, disponibles. Somos su oportunidad. Y luego vamos volando alrededor del mundo y lo llevamos a todas partes”, agregó.

A saber: una especie silvestre puede contener 50 virus desconocidos para el hombre. No los afectan porque evolucionaron con ellos. Pero ese no es nuestro caso. Actualmente, según un informe del Pnuma, el 75 por ciento de todas las enfermedades infecciosas emergentes en humanos son de origen animal y están estrechamente ligadas a la salud de los ecosistemas.

“En el siglo pasado, la combinación entre el crecimiento de la población y la reducción de los ecosistemas y la biodiversidad derivó en oportunidades sin precedentes que facilitaron la transferencia de los patógenos de animales a personas. En promedio, una nueva enfermedad infecciosa emerge en los humanos cada cuatro meses”, consigna.

A la misma conclusión llega el biólogo Carlos Zambrana-Torrelio, vicepresidente Adjunto de Conservación y Salud de EcoHealth Alliance: “Hay eventos de enfermedades únicas que saltan a humanos como tres a cuatro veces por año, pero que no los detectamos”.

Quema de pastizales cerca de la ruta que une Rosario con Victoria. Se tuvo que cortar el tránsito para rescatar a los trabajadores del peaje. Foto: Juan José García.

Quema de pastizales cerca de la ruta que une Rosario con Victoria. Se tuvo que cortar el tránsito para rescatar a los trabajadores del peaje. Foto: Juan José García.

Argentina al horno

Entre el 15 de marzo y el 31 de julio de este 2020, mientras la mayoría de nosotros cumplíamos con el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio en nuestros hogares, en el norte argentino desaparecieron casi 30.000 hectáreas de bosque nativo.

Las cifras que expone Greenpeace son dramáticas: 12.488 hectáreas menos en Santiago del Estero, 7.755 en Salta, 5.294 en Formosa y 3.692 en el Chaco.

En sólo cuatro meses y medio, se desmontó el equivalente a una Ciudad de Buenos Aires y media, que se suman a las 6,5 millones hectáreas que corrieron la misma suerte entre 1998 y 2018, según el último informe del Ministerio de Ambiente nacional.

¿Con qué objetivo se arrasan estos ecosistemas? Mayoritariamente, para expandir el cultivo de soja transgénica, esa que alimenta al ganado chino y europeo, y sumar más y más ganado, y así continuar engrosando los mercados internacionales.

Argentina está entre los 10 países con mayor pérdida neta de bosques entre 2000 y 2015.

Un dato revelador: entre 2010 y 2017 –de acuerdo al mismo análisis de la cartera que lidera Juan Cabandié–, deforestación mediante, la actividad agropecuaria creció a una tasa anual de 640.000 hectáreas. Un total de 4,5 millones de hectáreas convertidas en siete años. En el mismo período, el agro abandonó unas 400.000 hectáreas por año, 2,8 millones en total.

“Este intenso ‘reciclado de tierras’ es una señal de la aplicación de prácticas agropecuarias no sostenibles, que por avanzar en áreas con limitantes naturales para ese uso (con mayores riesgos ante el contexto de cambio climático), no logran sostener el uso agropecuario, teniendo que abandonar tierras y buscar nuevas. Entonces, ¿cuál es la estrategia de desarrollo al desmontar el bosque nativo si después se abandona?”, concluye el informe.

Argentina está entre los 10 países con mayor pérdida neta de bosques entre 2000 y 2015. A su vez, el Gran Chaco Americano, que compartimos con Bolivia y Paraguay, y concentra más del 80 por ciento de nuestro desmonte, fue identificado por el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, por sus siglas en inglés) como uno de los 11 focos de mayor deforestación en el mundo, el segundo más importante en América del Sur tras la Amazonía.

¿Sentimos ya ese pánico del que nos hablaba Greta? Sumemos otro dato: en los últimos meses, en la Argentina, más de 240.000 hectáreas de bosques y humedales fueron consumidas por las llamas. Incontrolables, continúan. No solo eso: el 97 por ciento de estos focos se produjeron como consecuencia de nuestra actividad, según el Sistema Federal de Manejo del Fuego nacional (que pasó de la órbita del Ministerio de Seguridad al de Ambiente).

La crisis climática (cuya agudización también tiene nuestra firma) ayudó a que esto sucediese, con “un período de clima inusualmente cálido y de sequía”, explica el Observatorio de la Tierra de la NASA. Pero es nuestra mano la que enciende el fuego que nos está quemando vivos.

Un helicóptero arroja agua sobre las llamas que devoran una zona de bosques en Los Angeles. Foto: Reuters.

Un helicóptero arroja agua sobre las llamas que devoran una zona de bosques en Los Angeles. Foto: Reuters.

La próxima pandemia

América latina bien podría ser el epicentro de la próxima pandemia zoonótica. Los saltos ya están ocurriendo, aunque no hayan alcanzado –aún– la escala de contagio global del Covid-19. Lo vemos con el Zika o el Dengue, por ejemplo.

Lo ve Zambrana-Torrelio en Bolivia con un rebrote del Chapare Virus, portado por roedores y similar al hantavirus que aquí conocemos, pero más patogénico, transmitido más fácilmente entre humanos y con una tasa de mortalidad más alta.

“En junio de 2019, en el norte de La Paz, una persona contrajo el virus. Murió en la clínica. La doctora que lo atendió también se enfermó. La evacuaron: los dos médicos que lo hicieron, se enfermaron en el camino. Uno de ellos murió. Fue bastante aislado, bien contenido, pero, en cuestión de dos semanas, murieron tres personas. Es muy serio el problema”, describe.

Y todo empieza por la deforestación. En el caso del Chapare, el paciente cero trabajaba en una zona que había sido desmontada para plantar arroz. Eliminado el ecosistema nativo, expulsadas las especies, se planta muchísimo arroz y eso, por supuesto, atrae a más y más roedores.

Algo similar sucede en la Amazonía, en este caso con la malaria. Investigadores identificaron que un aumento de la deforestación de un 4 por ciento en tres años incrementó la incidencia de esta enfermedad en casi 50 por ciento. ¿Qué sucedió? Más lugares abiertos, más huecos en el piso en donde acumular agua, más mosquitos transmisores, más gente en el área, más enfermedad.

Las topadoras no solo nos están despojando de nuestros bosques, de toda su riqueza biológica y los servicios que nos proveen (aire, regulación del agua, conservación del suelo y la atmósfera); sino también de nuestra mejor defensa ante nuevas zoonosis. Mientras más se reduzca la biodiversidad, mayores serán las posibilidades de que revisitemos, en un futuro no muy lejano, la realidad pandémica actual.

Según el último Informe Planeta Vivo de WWF, América latina es la región que mayor cantidad de mamíferos, aves, anfibios, reptiles y peces perdió entre 1970 y 2016.

Estamos hablando de una disminución de biodiversidad del 94 por ciento en menos de 50 años (el promedio global es 68 por ciento), motorizada principalmente por la conversión de hábitats nativos prístinos en sistemas agrícolas y la sobrepesca en los océanos.

Con este panorama, y el modo en que estamos expandiendo el deterioro, no sería raro que el próximo Covid-19 fuese latino. Todos pagaremos el costo del beneficio que obtienen pocos (los réditos económicos del desmonte quedan en pocas manos).

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